Reseña del libro “El hombre que amaba a los perros”.
Por: Thiago Hastenreiter, profesor de sociología de Rio de Janeiro
Leonardo Padura escribe de forma entusiasta momentos decisivos del conturbado siglo XX, en una trama donde no se sabe muy bien dónde terminan los hechos reales y se inicia la imaginación del autor. Tres historias corren paralelas: la saga de León Trotsky y Natalia Sedova en busca de un país que los aceptase en la condición de exiliados; la formación política de Ramón Mercader durante la Guerra Civil Española y su entrenamiento en los sótanos oscuros de la URSS para ejecutar al “renegado”; y la vida del propio autor en los años en que se prometía construir el socialismo en Cuba como también en el período más avanzado de la restauración capitalista en la Isla. Brillantemente, Padura entrelaza las tres historias y termina el romance haciendo reflexiones acerca del papel de los individuos en la historia.
El libro es antes que nada una denuncia brutal a la burocratización estalinista en la antigua URSS y en Cuba, publicada por alguien que creyó que todo el sacrificio estaba al servicio de algo mayor. Padura cortó caña de azúcar y participó de innumerables programas del gobierno cubano porque creía en ese sueño, creía que sus dirigentes conducían la humanidad rumbo a la liberación y al socialismo en escala internacional. Por eso, el autor tiene un gran mérito al reconocer que en realidad, todo aquel proyecto no tenía nada que ver con las palabras venidas de Moscú. Por el contrario, a pesar de vivir en Cuba y prácticamente solo tener acceso a la propaganda oficial de la dictadura castrista, Padura, casi por un golpe de suerte, consigue de forma clandestina la trilogía de Isaac Deutscher, y comienza a interesarse por la saga del hombre más perseguido del siglo XX.
El hombre que amaba a los perros tiene la obsesión de buscar los sentimientos más humanos (y deshumanos) en aquellos personajes que cumplieron papel protagónico en el destino de la humanidad. Por detrás de la teoría de la Revolución Permanente y del señuelo del “Socialismo en solo país” había personas de carne y hueso, que cargaban deseos, ambiciones, frustraciones, miedos y sueños, y que hasta tenían una vida privada. El autor apunta como el mayor error de Trotsky, su seguridad excesiva, seguridad de quien había presidido el soviet de Petrogrado en 1905 y 1917 y formado el Ejército Rojo a partir de la nada, y había derrotado la invasión de varias potencias extranjeras después de la revolución bolchevique. La autoestima del “renegado” era tanta que no utilizó el testamento de Lenin, que recomendaba el alejamiento del georgiano del cargo de secretario general. La indiferencia de Trotsky en el momento en que conoció a su mayor verdugo, posiblemente haya detonado una máquina de odio y furia que solo encontró la paz después de haber eliminado de la faz de la Tierra cualquier amenaza de Liev Davidovitch. Sobre sus narices, Stalin conquistó la mayoría de la cúpula bolchevique a través del apoyo del cobarde Zinoviev, de Kamenev y de Bujarin. El hombre del Ejército Rojo se encontraba finalmente desarmado, indefenso y aislado. El profeta, sobrenombre heredado de su capacidad de prever políticamente aquello que nadie jamás habría imaginado, no fue capaz de prever su propio fin.
En 1927, Trotsky y Natalia fueron expulsados hacia Alma Ata (Kazajistán), después pasaron por la isla de Prinkipo (Turquía), Francia, Noruega, y finalmente consiguieron exilio en México por intermedio de los artistas Diego Rivera y Frida Khalo, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas. El proyecto de Stalin ganó fuerza estatal y fue alimentado por una poderosa campaña de calumnia en escala mundial. Los Bronstein no tenían más lugar en el mundo. La dificultad para conseguir un exilio era dramática. Los estalinistas insistían con que Trotsky utilizaría su localización en Europa (y después en México) para preparar una invasión a la URSS en connivencia con el fascismo. Mirándolo hoy, parece una calumnia frágil, demasiado artificial, aún más cuando sabemos que la política de la Komintern llevó a Hitler al poder en Alemania y que posteriormente se firmó el pacto germano soviético Molotov-Ribbentrop. No obstante, en su época, esa mentira se tornaría “verdad” a los oídos de la clase obrera mundial.
El pacto con Hitler y después con Roosevelt y Churchill impidió que los comunistas llegasen al poder en Italia y en Grecia después de la Segunda Guerra Mundial, incluso contando con los partidos más fuertes, y con sus burguesías devastadas. En contrapartida, el imperialismo vendió Polonia, que fue invadida y aplastada por los burócratas de Moscú.
Todos los gobiernos que los recibieron impusieron la condición de que en hipótesis alguna Trotsky podría emitir opiniones políticas sobre lo que pasaba dentro de aquellas fronteras nacionales. La preocupación con el líder revolucionario que inflamaba multitudes era tal que, en Francia, al “renegado” le estaba prohibido entrar en París, ciudad en la cual fue fundada en 1938 la débil IV Internacional, con la presencia de 40 delegados. El aislamiento político (y también geográfico) era enorme. Su hijo Lev Sedov se tornó más que su corresponsal, también fue sus ojos y oídos en Europa. En la práctica, León seguía como un prisionero encadenado, limitado por los ministerios burgueses, vigilado por los agentes estalinistas, y cercado por los “blancos” que deseaban venganza.
Prácticamente todos sus compañeros de la Revolución Rusa, con los cuales alteraron el rumbo de la historia durante la toma del poder en 1917 y en la posterior guerra civil, capitularon y fueron asesinados por el estalinismo. Fue con enorme pesar que recibió la noticia de que Krupskaia y Maria Ulianova, viuda y hermana de Lenin, respectivamente, participaron de una comisión de militantes montada para juzgar y condenar a hombres como Rikov y Bujarin a las cámaras de horror de Lubianka.
Leonardo Padura afirma que frente al aislamiento absoluto y el suicidio de su hija Zina (Zinuchka) a los 30 años, Trotsky tuvo la idea de acompañarla: “Miró varias veces el revólver de puño de madreperla que Blumkin le trajera de Deli. ¿Un revolucionario tendría el derecho de abandonar el combate? ¿La vida de sus hijos pesaba más que el destino de toda una clase, que una idea redentora? ¿Le daría ese presente a Stalin? Aun cuando supiese las respuestas, la idea de utilizar el revólver se clavó en su mente con una fuerza hasta entonces desconocida”.
Hoy, muchos simpatizantes del anarquismo, como también del liberalismo, denuncian el papel de Trotsky en la represión contra los marineros de Kronstadt, o el ímpetu asesino de Felix Dzerzhinsky, que comandó la Checa orientado por Lenin. El autor tiene el gran mérito de no igualar tales acciones a las persecuciones y las purgas estalinistas. Padura destaca que la represión revolucionaria fue posiblemente excesiva, sin embargo necesaria para garantizar la victoria de la Revolución de Octubre y derrotar la saña imperialista de aplastar a los bolcheviques durante la guerra civil. Se trataba del derecho de la clase vencedora de imponerse a los enemigos del pueblo, eliminar su cultura de injusticia, a los que resistían el nuevo modo de vida de un Estado obrero. Stalin actuó de forma inversa cuando asesinó a millares de comunistas, compañeros de lucha que habían puesto sus vidas a disposición de la revolución. La gran obsesión de Stalin era justamente barrer a toda la vieja guardia bolchevique, la generación que vivió intensamente al lado de Lenin, para que sus crímenes políticos no tuviesen testigos. Mientras estuviesen vivos, el verdugo tendría que trabajar.
Stalin mató a más dirigentes del PC alemán que Adolf Hitler, incluso después de haber obedecido disciplinadamente las órdenes de Moscú. De los 78 dirigentes, más de 40 fueron muertos o internados en los campos de trabajo forzado. Los dirigentes polacos fueron liquidados y el partido disuelto.
La máquina de persecución y tortura fue tan bien elaborada, que hizo confesar a los revolucionarios crímenes que jamás cometieron, incluso sabiendo que la muerte era cierta enseguida después de hacerlo. Stalin hizo “confesar” a cada uno de ellos y firmar por escrito barbaridades que desafiaban la imaginación y la inteligencia humanas. Quedan aquí las preguntas: “¿no sería mejor resistir a la tortura y morir agarrado a sus convicciones sin firmar nada que fortaleciese las fantasías mentirosas del estalinismo? ¿Por qué “confesar” sabiendo que no se librarían de la pena de muerte? Eso no sabemos responderlo, el autor del libro tampoco. Lo que sabemos es que Stalin secuestraba, torturaba y mataba también a los familiares de los condenados, que no eran militantes, que no tenían nada que ver con aquella lucha encarnizada, que eran simples ciudadanos que cumplían con sus obligaciones. Tal vez por ahí persuadiese a los revolucionarios a confesar lo inconfesable.
Entrando en la esfera internacional de la lucha de clases, Leonardo Padura explica magistralmente el papel criminal del estalinismo en la Guerra Civil Española, donde se encontraba Ramón Mercader: “Las armas recibidas (…) eran suficientes para la República resistiese algún tiempo, pero insuficientes para hacer frente a los fascistas apoyados por Hitler y Mussolini. Y la razón oculta de que no se haya vendido más material de guerra al gobierno era que no interesaba a Stalin un ejército republicano tan bien equipado a punto de aspirar a la victoria, porque, ahí llegado, podía hacerse incontrolable. Pero, como el juego financiero no le garantizaba todo, Stalin había ordenado también el control político de la República”.
Un despliegue revolucionario en España podría poner en jaque la escalada burocrática de la Unión Soviética. Anarquistas honestos y trotskistas lucharon al lado de los republicanos contra los fascistas de Franco para transformar la lucha en una nueva revolución social. Un nuevo Estado obrero ubicado en Europa occidental podría haber cambiado definitivamente el rumbo de la humanidad. Stalin sabía esto, y por eso invirtió pesado en esa lucha política a fin de garantizar que la revolución española fuese silenciada y asfixiada.
Padura se ubica del lado de la revolución política tan preconizada por Trotsky, cuando ella explota en Checoslovaquia en 1968: “El mito de la unidad del mundo socialista murió en Praga y también la posibilidad de renovar el comunismo”.
La burocracia castrista homofóbica tampoco escapa a la denuncia implacable del autor. Su hermano fue suspendido durante años de la Universidad de La Habana, por haber mantenido una relación amorosa con su profesor, este, proscripto para siempre del medio académico. Los años de crisis, frustración y burocratización en la Isla también son largamente desarrollados por Padura.
¿De dónde surgió Ramón Mercader?
Poco estudiado por la historia, incluso hasta por los círculos trotskistas, el asesino de Liev Davidovich fue cuidadosamente escogido, formado y entrenado para arrancar la vida del “Pato”. Fue un militante devoto durante la Guerra Civil Española. Llegó a ser preso por sus actividades, pero ganó la libertad cuando el frente popular llegó al poder en 1936.
Curiosamente, quien lo ganó para la tarea de matar a Trotsky fue su madre, Eustacia María Caridad, también militante del Partido Comunista español, con quien tuviera una relación conturbada por el alcohol y la prostitución.
Ramón fue sacado de la guerra civil que se gestaba y fue directo para la Unión Soviética, para ser entrenado y preparado para la misión más importante de su vida. En los laboratorios estalinistas recibió una nueva identidad, una nueva personalidad, y un pasado con el cual tuvo que familiarizarse. Pasó a presentarse como un hombre de negocios, apolítico, de origen belga. Ramón y Jacques Monard disputaban la conciencia de aquel ser que fue forjado para obedecer y matar sin compasión.
Usó como atajo para llegar al “renegado” a una trotskista llamada Sylvia Angelof, que conociera en Francia. Sylvia mantenía correspondencia con Trotsky y después pasó a ser su secretaria en México. Ramón la sedujo y de forma muy paciente fue poco a poco ganando la confianza de los guardias que estaban en el portón de los Bronstein, mientras esperaba a Sylvia durante sus reuniones con el Viejo. Por fin, fue convidado a entrar en la casa de Coyoacán, bajo el nuevo seudónimo de Frank Jacson, y conoció a Natalia Sedova y a León Trotsky. Padura afirma en su libro que los estalinistas ya habían infiltrado una cocinera en su casa, que podría haberlo envenenado, pero Stalin quería una muerte espectacular.
Jacson llevó sucesivos artículos de política internacional para que Trotsky los analizase, hasta que se abriese la oportunidad ideal para golpearlo por la espalda con una pica de alpinismo. Padura afirma que Trotsky llegó a presentir el movimiento de su verdugo y se dio vuelta para enfrentarlo. Su grito de dolor y odio hace eco hasta hoy en los oídos de los estalinistas. Los dos llegaron a tener una lucha corporal, que fue interrumpida por los guardias dispuestos a ejecutar a Ramón Mercader allí mismo. Por ironía del destino, Trotsky le salvó la vida ordenando a sus guardias que no lo matasen, a fin de arrancarle la confesión de que era un agente estalinista.
Ramón llevaba consigo una carta en la cual afirmaba ser un militante trotskista desilusionado, en profunda crisis, al descubrir que Trotsky había planeado retornar a la Unión Soviética por intermedio de una invasión nazista organizada conjuntamente con Hitler.
Durante los 20 años de prisión, Ramón fue torturado por las autoridades mexicanas, pero nunca confesó la conspiración política que cercaba aquel asesinato. Se atrincheró atrás de aquella carta y allí se mantuvo, hasta ser liberado y acogido en Cuba por Fidel Castro, y posteriormente en la URSS, donde fue condecorado con la medalla de “Héroe de la Unión Soviética”, lo que le garantizó una serie de privilegios materiales.
Los límites de Padura
Trotsky, Ramón y Leonardo Padura tenían en común el amor por los perros. En un pasaje, Davidovich lo declara: “Stalin me sacó muchas cosas, hasta la posibilidad de tener perros. Cuando me expulsaron de Moscú tuve que dejar a dos y, cuando me desterraron, quisieron que partiese sin mi perra preferida, la única que puede llevar para Alma Ata. Pero Maya vivió con nosotros en Turquía y fue allá que la enterramos”.
Marca registrada a lo largo del libro, el lado humano de los agentes políticos siempre es explotado, incluso el de Ramón Mercader, lo que nos dejó muy atónitos. El verdugo que asestara un cobarde golpe con una pica, tuvo grandes dificultades para sacrificar a su Borzoi, con cáncer en estadio terminal.
En las áginas finales, Padura desarrolla cómo Stalin mató y persiguió, movido por la paranoia de ser golpeado y destronado del poder. El propio mentor y dirigente de Jacques Monard, Mister K (también llamado Coxo), fue preso en 1951 por orden de Stalin, cumpliendo 12 años de prisión, acusado de intentar envenenar al “Guía Genial de los Pueblos”, Kruschev y Malenkov.
Ramón tuvo grandes dificultades para exiliarse en la URSS y su visa de tránsito le fue negado por Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia: “Tal como ocurriera al renegado hacía 30 años, ahora para él el mundo se había transformado en un planeta para el cual no tenía visa de entrada”, así como ocurrió con Trotsky y Natalia.
Al llegar a la Unión Soviética, Mercader, a pesar de ser condecorado no gozó de ninguna valorización política y sufrió con un eficiente monitoreo estatal que le impuso una serie de restricciones, incluso impidiéndole dejar la URSS.
Un apocalipsis estalla en la cabeza de Ramón cuando su mentor le revela el verdadero plan: “El plan era que usted matase a Trotsky y que los guardias lo matasen a usted, como debería haber ocurrido. De esa forma, todo sería más fácil. Era lo que Stalin había pedido. Él no quería que quedase ningún cabo suelto, y su vida no le importaba más que un pedo”. Más adelante, Coxo continúa: “Si Stalin y Beria continuasen vivos, usted no habría atravesado el Atlántico”. O sea, en nuestra opinión, el autor humaniza y de cierta forma hasta victimiza a Mercader en manos del manipulador Josef Stalin. Por más que Ramón no pasase de un vehículo para que el asesinato de Trotsky se consumase, de forma alguna puede relativizar el papel nefasto y podrido cumplido por Mercader en la historia de la humanidad. Trotsky vivo podría haber presenciado el desenlace de la Segunda Guerra Mundial y auxiliado la construcción de la IV Internacional en varios países, evitando crisis o sabiendo administrarlas, solo para citar un ejemplo.
Al fin, Leonardo Padura parece deprimido y escéptico en relación con el futuro socialista de la humanidad. En la penúltima página del libro, él vuelve su artillería en dirección a León Trotsky: “Au cuando haya intentado evitarlo, y me haya agitado y negado, mientras leía fui sintiendo como era invadido por la compasión. Pero solo por Iván, solo por mi amigo, porque él sí la merece y mucho: la merece como todas las víctimas, como todas las trágicas criaturas cuyo destino es dirigido por fuerzas superiores que las sobrepasan y las manipulan hasta transformarlas en mierda. Ese fue nuestro sino colectivo, y que Trotsky se vaya a la puta que lo parió si, con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico, no creía que existiesen las tragedias personales, sino solo los cambios de etapas sociales y supra-humanas. ¿Y las personas? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron, le preguntaron a Iván si estábamos de acuerdo con postergar sueños, vida y todo el resto hasta que se evaporasen (sueños, vida y el rayo que lo parta) en el cansancio histórico y en la utopía pervertida?”.
Desde el punto de vista del romance y de la política, un libro casi impecable si no fuese por su desenlace. Padura no está solo en sus conclusiones. Toda una generación no resistió al maremoto de desilusión y a la monstruosidad que se reveló en los antiguos Estados obreros del Este de Europa y de Cuba.
Traducción: Natalia Estrada.