Por Eduardo Aguayo

«Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente.» (Karl Marx, 1845, La ideología Alemana).

Desde hace unos días se difunden en redes sociales vídeos en los que se observa a agentes del grupo lince perseguir y agredir a jóvenes de escasos recursos que circulaban por la periferia de Asunción, e incluso a personas mayores que eran detenidas sin escapar del maltrato policial.

Estas escenas fueron aplaudidas en su mayoría por la clase media asuncena que, producto de la combinación del miedo entendible por la pandemia, las falsas ideologías y alienaciones que a este sector social les son propias, justificaba a pleno la violación de derechos humanos básicos en el actuar policial.

El miedo es un factor que exacerba en la población sentimientos irracionales ante lo que no entiende o no puede hacer frente. El temor anula la capacidad de analizar las cosas y las conductas. Sabemos que tolerar una sola arbitrariedad, una tras otra, en cadena, da lugar al brote del autoritarismo como regla. Sin embargo, a nadie se le pasó por la cabeza siquiera preguntarse si desde lo legal se correspondía la actuación de esos agentes. La cultura de la mano dura como método de corrección/aprendizaje afloró una vez más como pauta aceptada.

En tiempos de profundas crisis cunde la desinformación, la desesperación de las masas y la intolerancia ante cualquiera que ose cuestionar la legitimidad de los mandatos del poder oficial. Esto lleva a aceptar prácticas que, en apariencia, en coyunturas estables serían reprobadas.

A nadie cabe duda que la medida de distanciamiento social y aislamiento son absolutamente necesarias para mitigar la propagación del virus, pero quienes pueden adoptar estas medidas por lo general no tienen el reflejo de pensar que eso es imposible para la gran mayoría del pueblo trabajador que viven del día a día y no tiene ningún ahorro.

Resulta increíble que en un país como el nuestro se desconozca por momentos el peso gravitante que tiene la pobreza, la situación de vulnerabilidad de sectores sociales, la informalidad laboral que acapara más del 70% (BM, 2019, Informe sobre el Desarrollo Mundial) del empleo, así como otros factores de exclusión; y, que todo esto no pueda ser considerado para no comprender que muchas de esas personas no tienen mayores opciones que desafiar la cuarentena exponiéndose en las calles -y exponiendo con ellos a sus familias- para buscar el pan diario para sus hogares.

A lo de arriba hay que sumar a los trabajadores que cuentan con un empleo formal pero cuyas patronales, pese a las restricciones legales, ponen a sus ganancias primero y los obligan a ir, conscientes que para el patrón la impunidad es la regla.

Es cierto, lastimosamente, que una parte de los jóvenes de los bañados e indígenas deambulan errantes por las calles en busca de hacerse de algunas monedas para alcohol o drogas. Esta parte de la realidad de marginación y miseria es el producto de años de ausencia estatal, de concentrar los intereses políticos y económicos en beneficio de las minorías acaudaladas y el abandono en la pobreza al resto de la población.

Son los invisibles que a nadie interesa, cuyas existencias escapan a los aplaudidores de linces en tiempos normales, pues para ellos no hacen más que parte del paisaje degradado de zonas de la ciudad que no desean ver.

Lo que ocurrió en estos días fue una burla hacia chicos que ni siquiera sabemos si eran trabajadores que buscaban llegar a sus casas tras una extenuante jornada laboral, o se trataba de parte del ejército de miserables que a nadie importa, que son objeto de desprecio y por ende se tolera su maltrato. Porque en el fondo, la clase media tiene muchas ganas de que desaparezcan de una vez los que para ellos no son más que infrahumanos. No les importaría cómo ni quiénes lo hagan, y en una pandemia dicho deseo se exaspera, más allá de que la doble moral también los haga vociferar en mejores tiempos el amor al prójimo y otras hipocresías propias.

Ante el espectáculo grotesco de los linces, pasa a un segundo plano un Estado que no es capaz de garantizar cuestiones básicas para la salud de la población, que no tiene capacidad de gestionar las condiciones mínimas para evitar el contagio de un virus, donde se pone de manifiesto que la infraestructura hospitalaria e insumos depende de quien pueda pagarla, en fin, donde las asimetrías sociales se desnudan y nos ponen de frente la cruda realidad que padecemos millones y que en tiempos más llevaderos sorprendentemente seguimos tolerando.

Este Estado capitalista garantiza que dicha clase, responsable de tantas injusticias sociales, esté exenta de que los linces puedan hacerles el más mínimo rasguño, pues, en última instancia, estos están a su servicio sin siquiera sospechar de ello.

La ideología dominante es la de la clase dominante, sentenciaba Marx, y es así como el poder de los de arriba estigmatiza la pobreza para pasar a ser la mirada del conjunto que ve a la juventud de los barrios periféricos, bajo la lupa de potenciales delincuentes, haraganes y otros adjetivos prejuiciosos.

Un Estado podría exigir –hasta de manera coactiva- a todo habitante de un país el cumplimiento por igual de reglas de “salud pública” para la sobrevivencia ante un drama social que acaece, siempre y cuando ese Estado garantice de manera férrea y segura la distribución equitativa de posibilidades reales para satisfacer suficientemente las necesidades básicas. Si no lo hace, sólo empeora su rol de servidor de las minorías aumentando las penurias de los excluidos.

Pero sabemos que en esta sociedad capitalista la capacidad real de adaptarse ante las crisis no se reparte por igual, así como no se distribuyen las riquezas conforme a quienes efectivamente las producen.

Esta crisis nos debe abrir los ojos e interpelar sobre la necesidad de cambiar la lógica en la que operan las cosas, cuestionar el poder de quienes no le dan importancia a nuestras vidas y plantearnos seriamente construir entre los de abajo organizaciones a través de las cuales ejerzamos el poder de la mayoría. Esa salida es, en definitiva, pelear por una sociedad que se encamine hacia el socialismo.